Introducción
"Dice Amarrita Senn, Premio Nóbel de Ciencias Económicas 1998:
"En la actualidad no faltan acontecimientos terribles y desagradables, pero uno de los peores es sin duda alguna el persistente problema general del hambre en un mundo que goza de una prosperidad sin precedentes.
Las hambrunas visitan muchos países con asombrosa gravedad. El hambre, además genera grandes sufrimientos en numerosas partes del mundo, debilitando a cientos de millones de personas y matando a una considerable proporción de población con inexorable regularidad estadística.
Lo que hace que éste extendido problema del hambre sea una tragedia aún mayor, es el hecho de que hayamos acabado aceptándolo y tolerándolo como si constituyera una parte integral del mundo moderno, como si fuera una tragedia imposible de evitar, igual que en las antiguas tragedias griegas".
En
Uno puede afirmar tranquilamente que la humanidad, que las sociedades, que los Estados desde la ciencia y la tecnología y desde los sistemas productivos está en plenas condiciones de resolver este problema, pero el egoísmo, la lógica de acumulación, la inequidad y la exclusión no lo permiten.
Si se saben ya cuáles son los parámetros básicos de lo que es necesario hacer en la lucha contra el hambre, ¿por qué hemos permitido que millones de personas pasen hambre, en un mundo que produce alimentos más que suficientes para toda la población del planeta? Hay que decirlo, el problema no es tanto la falta de alimentos, si no la falta de voluntad política para permitir la distribución justa y equitativa de los alimentos.
La inmensa mayoría de las personas hambrientas viven en las zonas rurales del mundo en desarrollo, lejos de los resortes del poder político, fuera del alcance de los medios de comunicación y de información y de las personas de los países desarrollados, que precisamente son las que no sufren este problema. Excepto cuando una guerra o una calamidad centran brevemente la atención y la compasión mundial.
Eliminar el hambre se ha convertido en un asunto de agenda internacional de todos los Estados, pero no se concreta. Y es que todos los objetivos de esta agenda están interconectados por el nexo fatal de la pobreza y la exclusión social.
Hay que reconocer que la falta de alimentos suficientes amenaza la existencia misma de las personas y paraliza tanto su capacidad para aprovechar las oportunidades de educación, empleo y participación política y social.
Según datos de
Más de cinco millones de vidas de niños y niñas al año y para los hogares de los países en vías de desarrollo más de 220 millones de años de vida productiva, de personas que mueren prematuramente o sufren discapacidad por culpa de la mala nutrición.
Pero el hambre y la desnutrición no son un efecto de la fatalidad, de un accidente, de un problema de la geografía o de los fenómenos climáticos. Son el resultado de haber excluido a millones de personas del acceso a bienes y recursos productivos, tales como la tierra, el bosque, el mar, el agua, las semillas, la tecnología y el conocimiento.
Son ante todo consecuencia de las políticas económicas, agrícolas y comerciales a escala mundial, impuestas por los poderes de los países desarrollados, sus corporaciones trasnacionales y sus aliados en el tercer mundo, en su afán de mantener y acrecentar su hegemonía política, económica, cultural y militar en el actual proceso de reestructuración económica global.
En América Latina y el Caribe 72 millones de personas viven en pobreza extrema y sufren las secuencias del hambre, según el Programa Mundial de Alimentos. Y son el 14% de los 516 millones de latinoamericanos, según datos en Colombia y Perú, una de cada cuatro personas padecen hambre.
Colombia es un país rico en biodiversidad, en ecosistemas diversos y tuvo autosuficiencia en la producción de alimentos. Es un país con las condiciones óptimas para garantizar que su población no padezca hambre, sin embargo según el DANE en el año 2000 Colombia vuelve a registrar los mismos niveles de pobreza que en el año de 1988.
La llegada de
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