por Yves Berger
El campesino es guardián. Su vida no responde la pregunta: “¿qué huella vas tú a dejar”, sino: “¿qué vas tú a conservar?”
La vida, esencialmente, es de penuria entreverada con momentos más dulces donde uno respira.
Los tiempos mandan. El clima es quien hace las decisiones. El campesino maldice y bendice su cielo.
Todo cambio, al principio, es una amenaza. Después uno se las arregla.
Lo vivido encuentra su expresión en el lenguaje —sobre todo en los silencios.
No hay salidas antes de la hora final. El trabajo es un horizonte permanente.
El campesino sabe cómo cuidarse para perdurar. Sabe también cómo darse impulso para llegar.
La dureza del trabajo es para el campesino una queja limpia. El no reconocimiento de su trabajo es una herida infecta.
Sus manos callosas y gastadas mantienen en sí mismas la tradición (como una caricia).
Uno ama su propio trabajo como uno ama a una madre posesiva, dura y bella a nuestros ojos.
Los campesinos pueden paladear el sudor en cada cosa que comen, y es por eso que no desperdician ni una migaja.
Mientras se mueven montañas, ciertas cuestiones nos asaltan y otras no. Las preguntas del campesinado nunca son las de un intelectual. Pero ambos pueden compartir sus sueños.
Los problemas son siempre nuevos; los acontecimientos son siempre los mismos.
El campesino se somete a una vida de labor y es así que encuentra su libertad, siendo un digno esclavo de sus propias tareas.
De un año al otro, de una estación a la otra, de un día al otro, los mismos gestos se repiten y marcan la continuidad del tiempo. Tal como un aire que resuena con los botones de un acordeón, mientras el fuelle se hincha y se repliega, respirando.
La satisfacción que ofrece el fruto del trabajo es proporcional a la dureza y la atención que acompañan la ejecución de esa tarea.
El fin a alcanzar nunca se alcanza. Es un arcoiris.
No es una cuestión de ser optimista o pesimista: lo que falta por hacer es mucho más vasto que las razones.
La actividad de un campesino es manual. Su propósito es humano.
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