Dicen los pronósticos demográficos que para el 2.050 conviviremos en el planeta una población mundial de 9.200 millones de personas, lo que obligará a un aumento en la producción agrícola y ganadera. Si sólo nos quedamos con este dato –como muchas veces quieren hacernos creer- pareciera que el futuro de la humanidad requiere de cultivos más productivos, de ganadería más industrializada, de nuevos ‘milagros tecnológicos’, etc. ¿Seguro?
El gran reto de reducir el hambre y la pobreza actual –para aspirar a un 2.050 posible- no tiene que ver con incrementos en la producción de alimentos. De un modo incuestionable debe resolverse prioritariamente, el problema del acceso de la población mundial a los recursos que hacen posible la alimentación (y la dignidad del trabajo campesino): las semillas, el agua y la tierra; y a los propios alimentos.
La mayoría de las personas pobres y hambrientas del mundo viven –paradójicamente- en zonas rurales donde la producción de alimentos es la principal actividad económica. Pero su agricultura, la agricultura de pequeña escala, está siendo continuamente atacada por el modelo de negocio agroexportador, que entre otras muchas cosas depende de la disposición de tierras para sus cultivos. Así pues existe una clara competencia entre dos modelos que se disputan una misma tierra. Debemos entonces reafirmarnos en la importancia de preservar (y cuidar) la tierra para asegurar una agricultura duradera y la soberanía alimentaria de los pueblos.
Es decir, finalmente hablamos –como se analiza en varios artículos de este número de la revista- de una concentración de la tierra en pocas manos, auspiciada por las multinacionales, algunos estados y los lobbies de la especulación, que ponen gravemente en riesgo la supervivencia de millones de familias campesinas. Ahí es donde hemos de focalizar nuestras reivindicaciones y proponer opciones transformadoras.
En la Unión Europea de los 27, tenemos 13,7 millones de unidades o explotaciones agrarias y la finca media tiene una dimensión de 12,6 hectáreas. Pero este modelo agrícola –el que piensa en alimentar y no en negociar- tiene serios problemas, lo que lleva, por ejemplo a que, de todas estas unidades, un 36,4% de ellas son pequeñas unidades familiares que se ven obligadas a complementar sus rentas con otras actividad remuneradas. Además un tercio de los y las titulares de esas explotaciones tienen más de 65 años y más del 20% son trabajadas por personas de entre 55 y 64 años. También la desigualdad de género de este modelo patriarcal, se evidencia en el acceso a la tierra, tenencia, uso y derechos de producción de las mujeres campesinas. Una estructura cada vez más concentrada en la propiedad de la tierra con fincas más grandes, desplazando a la agricultura campesina y biodiversa, empieza a dominar en la agricultura de la UE con una tasa anual de disminución del número de explotaciones del 2,2%.
Efectivamente, la función más importante que deben cumplir quienes trabajan en la agricultura y la ganadería es la de proporcionar alimentos para la sociedad, siendo su desempeño garantía de su propia subsistencia. Lógicamente, las cuestiones relativas a cómo se produce, dónde se producen y quién debe producirlos están intrínsecamente vinculadas a una correcta distribución de la tierra, así como al uso sostenible y adecuado de este y otros recursos naturales, que compartimos con el resto de seres vivos del Planeta.
La crisis, europea y global, ha demostrado el fracaso de las políticas agroalimentarias orientadas al libre mercado. Esas son las causas reales de la pobreza y hambre en el medio rural. No conduce a nada plantear debates sobre el aumento de producción si no aseguramos previamente una transformación del modelo agroalimentario dominante. La agricultura tienen que basarse en la tierra para llegar a un equilibrio agro-ambiental, pero en el acceso a dicha tierra tienen que primar valores sociales y no financieros para llegar a un equilibrio agro-social.
Los artículos que presentamos en este número de la revista analizan cómo la relación mercantilizada entre la agricultura y la tierra está en la base de muchas desigualdades: el abuso de los supuestos ‘derechos’ de la propiedad privada, la especulación con la tierra agraria para otros usos (proyectos energéticos, industriales, turísticos, inmobiliarios…), el precio de la tierra inalcanzable para nuevos proyectos campesinos, etc. Por ello es el momento de volver a exigir herramientas reguladoras y de intervención pública, así como replantear nuevas formas de tenencia, gestión y uso colectivo de la tierra, que aseguren que la tierra fértil tiene un fin prioritario: producir alimentos.
El ser humano no tiene derechos sobre la tierra, tiene ante todo deberes. El deber de cuidar la tierra.
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