Las actividades extractivas propias de nuestro modelo capitalista tienen dos elementos comunes. Primero, al ser nuestro planeta finito, el elemento que estemos extrayendo se agotará, más temprano o más tarde. Creo que es obvio que todas y todos coincidimos en que es necesario revisar dicho modelo para minimizar la dependencia de petróleo, uranio o carbón, por ejemplo, porque además de su agotamiento generan graves impactos ambientales.
La segunda deriva de su finitud. Por ser filones que se consumen, la economía que se genera (casi siempre) a partir de la extracción de un recurso natural es la de los cazadores de oro: el primero en llegar se apropia, para aprovecharlo lo antes posible, sin ninguna vigilancia ni regulación, y normalmente cuando se comienza a aplicar la precaución el recurso ya no dará más de sí, así que se buscará otro lugar. Este fenómeno, que no genera ningún beneficio a las poblaciones locales pero sí muchos problemas, es descrito como “la maldición de la abundancia”.
Según Alberto Acosta: “Pueblos que a pesar de estar en territorios con grandes riquezas terminan postrados en el subdesarrollo, la pobreza y la indigencia”. Con razón, Jürgen Schuldt, uno de los mayores estudiosos de la materia, se pregunta: “Si será que somos pobres porque somos ricos en recursos naturales”.
En los últimos años, el modelo extractivista ha saltado a la agricultura y la pesca. Hemos sustituido la milenaria capacidad de sustentabilidad de la buena agricultura, el mágico regalo de la tierra y el sol para producir y reproducir alimentos de forma natural, por el ‘producir hasta agotar’. Se acaparan las mejores tierras o mares en manos de grandes empresas que extraen beneficios a base de técnicas de arrastre en los fondos marinos, o de envenenamiento y muerte de los sueños fértiles. Cuando sus tierras no dan más de sí, deslocalizan la producción a terceros países. Cuando los mares están exhaustos invaden los mares ajenos.
La tierra que se agota
Así es la agricultura y la pesca moderna. Una fórmula donde muchos recursos ‘renovables’, como por ejemplo los bancos de peces, el forestal o la fertilidad del suelo, han pasado a ser no renovables; el recurso se pierde o agota porque la tasa de extracción es mucho más alta que la tasa ecológica de renovación del recurso. Esta modernidad ha demostrado, subida en el consumismo como motor económico y del crecimiento, que no sabe gestionar los recursos finitos, y que, ahora, los recursos infinitos los atropella hasta agotarlos.
El decrecimiento, como enfoque político, debe llevar a revisar nuestras conductas consumistas y nuestras políticas de crecimiento en base a elementos finitos. Y también, como se ha podido ver, para apoyar los replanteamientos que desde muchos movimientos campesinos se hacen sobre la llamada “agricultura moderna”. Una agricultura con fecha de caducidad, como los yogures, que tiene una réplica muy sencilla (y ésa es una de sus virtudes): la agroecología, capaz de alimentarnos a todas y todos, capaz de generar trabajo para muchas personas y bien remunerado, y –claro– conservador de los recursos disponibles para muchas generaciones posteriores.
En el tiempo que usted ha dedicado a leer este artículo 12 hectáreas de tierra fértil han desaparecido y no podrán ser recuperadas, porque hemos hecho de la cultura del agro –de la agricultura– una incultura, que ofrece los mismos resultados de cualquier otra producción extractivista.
Gustavo Duch Guillot
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